Cuando el vizconde Weymouth visitó el céntrico hogar londinense de los duques de York (Alberto Federico e Isabel Bowes-Lyon), sus hijas, las princesas Isabel y Margarita, se quedaron prendadas del pequeño perrito que le acompañaba. Isabel, de 6 años, se percató de los trucos que había aprendido el corgi. Hasta entonces, la familia real se había decantado por animales más grandes como los golden retrievers y el mastín tibetano.

Meses después, la madre de las princesas se presentó en casa con tres perritos de los cuales eligieron a uno al que llamaron Dookie, su primera corgi. Una vez convertida en heredera al trono porque su padre se había convertido en el rey Jorge VI tras la abdicación de su hermano Eduardo VIII al enamorarse de la plebeya americana doblemente divorciada Wallis Simpson, el monarca le regaló otra corgi llamada Susan. Se lo dio el día de su 18º aniversario, poco después del atropello mortal de otra perrita, Jane.

Desde entonces, la mayoría de los corgis que ha tenido Isabel II han sido descendientes de aquel animalito que acompañó a la futura reina durante su luna de miel con Felipe de Edimburgo. Susan inició la dinastía real de corgis con 14 generaciones que Desde entonces, una treintena de corgis han acompañado en las alegrías y las penas a la soberana británica recientemente fallecida. En 2018 dijo que ya no quería más perritos de esa raza. Por ello, tras la muerte de Willow, descendiente real de Susan, y de Whisper, a quien adoptó tras el deceso de uno de los empleados de la corona, Isabel II dio la orden porque no quería que le sobrevivieran.

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