Junio, el día 15 y los miércoles tienen en común que son la mitad de algo que eventualmente se va a acabar: sea la semana, el mes, el año o las ganas de comprar un pasaje solo de ida a Nueva York, Milán, Roma, París o cualquier otra ciudad a la que no pueda llegar en carro desde mi casa.

Siempre fui fan de los finales definitivos: mi día favorito de la semana solía ser el viernes y diciembre era el mes por el que esperaba durante todo el año porque – haciéndole honor a mi medio cielo en leo – soy la persona más fan de su cumpleaños en la vida. Me gusta la seguridad de un cierre, aunque sé que la vida es demasiado maleable para casarnos con los instantes donde creemos tenerlo todo definido.

A ratos me pongo a pensar en la cantidad de discusiones que he iniciado con mis amigas cuando hablamos de la hora de salir a cenar con alguien (sea un bizcocho, nuestros papás, los amigos que hicimos en el trabajo o la hermana de vida que nos conoce desde que tenemos 10 años) y siempre nos hacemos la misma pregunta: ¿deberíamos compartir el postre?

No soy la persona más objetiva para esa discusión – ni para muchas otras – porque desde que tengo memoria, junto a las canciones de One Direction y la escena de Heath Ledger cantando “Can’t take my eyes off of you”, el dulce ha sido uno de los grandes amores de mi vida.

Y también, como buena ex estudiante de derecho, creo que la respuesta depende: de la compañía, del postre en sí y de si nos gusta el helado – o si acabamos de descubrir lo maravillosa que es la mezcla de limón y albahaca. ¿Qué estamos dispuestas a vivir a medias y qué queremos vivir al 100?*

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