“Tal vez, el ingrediente secreto de las grandes historias de amor son dos buenas dosis de soledad. Yo me tengo a mí, tú te tienes a ti, y nos tenemos el uno al otro.”
Hace unos días escuché esta frase en una película de Netflix que empecé a ver sin ganas de terminarla, pero que me terminó sorprendiendo.
Partamos del hecho que nunca me han gustado las películas, series, animaciones, ni nada realmente “nuevo” que no pueda spoilearme lo suficiente para estar segura que sí me va a gustar. Sin esa certeza, prefiero simplemente no verlo y ahorrarme la decepción.
No me tomen a mal, me encantan los riesgos. Simplemente prefiero evitarlos a toda costa, impulsar a otros para que los corran. Así estoy bien, gracias.
Afortunadamente, contrario a lo que mi cabeza y mi ansiedad creían, la película no me asustó ni me dejó con el sinsabor de una mala decisión cinematográfica (aunque durante los primeros 20 minutos consideré apagarla y poner High School Musical por milésima vez). En realidad, mientras más la veía más pensaba en mí, en mis inseguridades absurdas, mis zonas de confort y las barreras que pongo aún sin querer ponerlas.
El corazón es como una casa, y en algunas ocasiones se convierte en un hogar: ahí vive todo lo que sentimos. Los miedos irracionales que nos negamos a listar, las canciones que duelen porque son más específicas de lo que esperábamos, los logros adultos que parecen básicos pero merecen una estrellita dorada, los amores que se convierten en amigos, los extraños que sonríen en la calle, y la soledad que se disfraza antes de Halloween.
Siempre me he sentido muy independiente: amo dormir, comer, ir al cine, viajar, salir, o estar sola.
Peronunca me ha gustado la sensación de soledad, de sentirme sola. ¿Tiene sentido lo que digo?
Creo que soy mala para las divisiones. Por eso, separar mis ganas de comerme el mundo y mi impulso de irme cada vez que me asusto – porque soy la persona más asustadiza que conozco – es mi mayor defecto: no me gustan las visitas porque nunca sé si se van a quedar, entonces prefiero no hacer sala, quedarme con la duda y no permitirme vivir en el momento. El miedo siempre gana, al parecer, 7 a 1 y en casa.
En el mundo real, las visitas son mi espacio seguro. Nunca me he sentido tan abrazada como esos días en que me descalzo en el sofá junto a mis amigas hasta las 2 de la mañana. Si ese es el curso natural de la vida, ¿por qué me aterra llevarlo a cabo en todos los aspectos de ella?
Mi soledad representa una versión de mí misma que me intimida: es impulsiva, irrefrenable, enamoradiza, divertida, confusa e intensa; muchas íes para tan pocas palabras.
Creo que somos la una para la otra y creo que merece un espacio en el fondo del cajón para que deje de salir donde no la han invitado.
Lo único que sé, es que debo dejarla ser. Con paciencia, tiempo (muuuuucho tiempo), y amor del más difícil: el propio. Al final del día, nuestros miedos son los mismos y no hay nada que nos haga mejor que ver Sex and the City otra vez.
La cama destendida – aún no sé cuál – se convirtió en uno de mis lugares favoritos, y el amor de mis amigos es el combustible que me hace falta para entender que el miedo cansa. Vivir en estado de alerta, pensando en como lo que aún no empieza se va a acabar, no me permite ser ni estar – te fallé Aida, no supe aplicar el verbo to-be.
Es el eterno dilema: no quiero abandonar mi independencia ni dejar ir a mi soledad, pero estoy cansada del déja vu: “ya vi esta película antes, y no me gustó el final”.
La verdad es que en todo hay un riesgo. La película que está en la cartelera del cine puede convertirse en mi favorita, y quizás el álbum de esa banda que tanto me gusta no me parezca realmente tan tan bueno. ¿Cómo voy a saberlo si mantengo todo en repeat?
Vivir a la expectativa termina siendo igual, o peor, que vivir de expectativas. Salimos de presionarnos a presionar, y así convertimos el ciclo del miedo en un vaivén con nosotras mismas porque abrirnos al dolor parece una opción no negociable.
Prefiero andar liviana, entendiendo al amor como una ventaja – y no un arma, o una debilidad – y descubriendo que tal vez, la vida sí es como una película: todo es cuestión de un poco de soledad y un espacio extra en el sofá que nos hace volver a creer en las primeras oportunidades.